Tenía 14 años, cero experiencia, pero ya cargaba una necesidad urgente de expresarme. No venía del arte ni de la escuela. Venía del ruido, del asfalto, del rap que sonaba en mis audífonos mientras el mundo me ignoraba.
El graffiti no era moda ni diseño. Era ilegal. Punto. Era salir de noche con latas prestadas o robadas, con la adrenalina a tope, pintando donde no se podía, donde no se debía. Muchos muros los hice solo, sin crew, sin respaldo. Solo yo, una pared, y el latido del rap marcando el ritmo.
Al principio no firmaba como EOX. Usaba otros nombres: Joets o Razo, buscando un alias que se sintiera mío, que hablara de mí sin decirme por completo. Cada tag era una prueba, una identidad en construcción.
No tenía técnica. Las letras eran desproporcionadas, los colores chillaban, el trazo temblaba. Pero cada pieza fue real. Cada una fue una experiencia: miedo, prisa, orgullo, error, emoción. Pintar era jugártela. Cada muro era un acto de desobediencia.
Estas imágenes son parte de eso. No buscan aprobación. Son prueba de que estuve ahí, de que empecé sin saber, pero con toda la rabia y la intención de dejar una huella.
Porque cuando nadie te enseña, aprendes golpeando el muro.